Cuando la vida te deje sin palabras, canta.

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Reflexiones sobre la lectura del santo evangelio según san Juan (14,1-6).

DÍA DE DIFUNTOS.

Las grandes experiencias de la vida nos dejan sin palabras. Todos nos hemos visto desconocidos cuando hemos sentido el amor por primera vez. Eran tantas las cosas que sentíamos y tan fuertes los sentimientos que anidaban entre nuestra piel y nuestro pecho que nos bloqueábamos a la hora de ponerle nombre. Ante tal torrente de emociones, las palabras se quedaban pequeñas para expresar una realidad tan grande.

Y teníamos que recurrir al lenguaje de la música o de la poesía, al lenguaje del gesto, del beso o del abrazo para que nos sirviera de bálsamo y nos acariciase por dentro.

La experiencia de la muerte provoca en nosotros algo parecido. Son tan fuertes las emociones que nos recorren que nos quedamos sin palabras. Por eso comenzaba esta homilía con la frase que un día María José me dijo:

Cuando la vida te deje sin palabras, canta.

La muerte aparece ante nosotros como el gran fracaso de todos nuestros proyectos. En última instancia, la muerte triunfa sobre todos nuestros planes. Y esta experiencia puede generar en nosotros una actitud que nos hace más consciente de que el sentido de la vida se va reduciendo cada vez más a menos cosas: hay cada vez menos cosas importantes, cada vez relativizamos más muchas cosas que en la juventud y en la adolescencia éramos incapaces de relativizar. Y nos damos cuenta de que cada vez creemos más en menos cosas, pero en las poquitas que creemos lo hacemos de una manera más honda y más comprometida.

En este recorrido de acercamiento a las cosas sencillas de la vida vamos tomando conciencia de que estamos hechos de pedacitos de otras personas. García Márquez escribía de modo magistral aquello de que “puede que para el mundo no seas nadie, pero puede que para alguien seas todo su mundo”. Hacer un recorrido por nuestro interior desde el filtro de las personas que ya no están entre nosotros nos puede ayudar a descubrir que nuestra biografía se escribe con pedacitos de historias que hemos vivido y compartido con esas personas que un día apostaron por pasar por nuestra vida dejándonos su huella. En nosotros podemos ver mucho de nuestros padres, en nuestros hijos podemos descubrir mucho de nosotros.

García Montero decía que “si el amor, como todo, es cuestión de palabras, acercarme a tu cuerpo fue aprender un idioma”. Parafraseando un poco podríamos decir que acercarnos al vacío que deja la muerte requiere en nosotros aprender otro idioma que nos ayude. Y ese idioma se escribe con tres palabras: RECORDAR, recordar con CARIÑO, recordar con AGRADECIMIENTO.

Recordar (cord-is, cardiólogo, cordial, corazón) significa volver a pasar por el corazón. Es ahí donde tantas personas han dejado su pedacito, su huella. ¡Somos tan afortunados por haber podido tener cerca a esas personas que un día decidieron poner las raíces de su vida en nuestro corazón…! Pasar por el corazón todos esos pequeños momentos nos ayuda a aliviarnos y a hacer más llevadero ese vacío que ya nada ni nadie podrá volver a llenar. Supone enfrentarnos a la otra cara del amor: apostar por una persona implica asumir que la distancia llega algún día. Como cantaba la copla: “cuando de veras se quiere el miedo es tu carcelero, y el corazón se nos muere si no te dicen te quiero… miedo, tengo miedo de perderte”.

Recordar con CARIÑO: acercarse a esta realidad desde el cariño, pasar por el corazón todos esos momentos tan llenos de amor fortalece nuestro vínculo. El amor, cuando no se verbaliza, se pierde. Rescatar todos estos episodios hechos con tanta dulzura nos ayuda a hablar el lenguaje de los gestos y de las emociones. Este proceso nos ayuda a volver a decir “te quiero” con otro lenguaje; nos moviliza para que expresemos todo aquello que por tantos motivos no pudimos decir mientras vivíamos. Recordar con cariño, habiendo andado ya parte del camino oscuro de la separación, alivia nuestra tristeza y nos fortalece.

Y recordar con AGRADECIMIENTO. La gran palabra que nos brota después de este proceso no podía ser otra: GRACIAS. Gracias porque somos quienes somos por el sacrificio, el esfuerzo, la dedicación, el amor y la pasión de los nuestros. Tenemos que agradecer el testimonio vivo y cercano de personas así, personas que han sido dichosas porque han vivido las bienaventuranzas, que perdonan sinceramente a quienes les ofenden,  que ayudan generosamente al necesitado, que comprometen su vida en el empeño de conseguir una sociedad más justa para todos, que giraron el rumbo de sus vidas y de sus planes para poner el foco sobre nosotros y sobre nuestra felicidad, que saben llorar con el que llora y tienden la mano al que les vuelve la espalda. Tenemos que agradecerlo, porque en ellos se nos han abierto los ojos para ver la huella de la mano de Dios metida en los hondones del corazón del hombre.

Y tras este recorrido, sólo nos queda que alguien cargue con nuestra debilidad. Creer en la resurrección es creer en la experiencia humana de saber que cuando nos faltan las fuerzas para seguir adelante podemos mirar al lado y ver que alguien sujeta nuestras manos.

Los primeros cristianos dibujaban en las lápidas de los cementerios la imagen de Jesús vestido como un pastor cargando sobre sus hombros un cordero. De esto modo confesaban su fe: allí donde nuestro intelecto se diluye, allí donde se nos nubla todo y donde todo parece que carece de sentido, allí y justo allí es donde queremos creer que alguien nos acoge. “Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan”.

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