Saber que no estamos solos.

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REFLEXIÓN SOBRE EL EVANGELIO SEGÚN SAN MARCOS (10,17-30) del día 11 de Octubre de 2015

Quizá la perspectiva de la edad hizo que al principio me pareciese algo desproporcionado el gesto que estaban haciendo. Mientras paseaba por los alrededores del Palacio de Deportes de Granada me encontré con un grupo de adolescentes que habían instalado un pequeño campamento en la acera. Llevaban ya siete días; aún les quedaban cinco. Su entusiasmo no sólo no decaía sino que parecía crecer conforme iban pasando los días. Esperaban el concierto de Pablo Alborán el siguiente sábado.

Un adolescente siempre está en proceso. Es una etapa decisiva, creadora y poderosa durante la cual van conociéndose a sí mismos. Es una etapa en la que van a afrontar muchos momentos de caos, de aceptación y de asumir nuevos retos. Las frases que más suelen utilizar son: ante los peligros, “yo controlo”, “lo que me pasa a mí no le pasa a nadie” o el famoso “nadie me entiende”.

En estas circunstancias, esperar durante doce días a pie de calle ese concierto merece la pena. Y la merece porque ha sido escuchando las letras de sus canciones cuando han encontrado las palabras que necesitaban para entenderse a sí mismos. Lo que me canta la canción es justamente lo que yo estoy sintiendo por dentro, y me vale como terapia para crecer. Estos jóvenes podrían suspirar repitiendo aquello del capítulo dos del Génesis: “Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne”.

Algo similar sucedía en aquellos años de postguerra, cuando hablar de ciertos temas era algo tabú. Aquella generación que atravesó su adolescencia en estos años se acercaba al mundo del amor, del desamor, de la pasión o de los celos escuchando aquellas letras de las coplas de Quintero, León y Quiroga que, con precisión de cirujano, describían este complicado mundo. Y al igual que los jóvenes de hoy, podían suspirar: “esta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos”.

La misma experiencia la encontramos en una de las escenas de la película “Tierra de penumbras”, del director Richard Attenborough y protagonizada por Anthony Hopkins. Un joven alumno, que despertó la curiosidad del profesor C. S. Lewis porque se dormía en clase, robaba libros y se pasaba toda la noche leyéndolos, cuando este profesor le preguntó el motivo por el que leía tanto, respondió parafraseando una frase que siempre había escuchado de su padre: “leemos para saber que no estamos solos”. De nuevo las palabras prestadas de otros para acercarnos a experiencias que atravesamos y que hacen que nuestras propias palabras, a la hora de expresar lo que nos pasa, se queden pequeñas. Otra vez ante el mismo suspiro cuando en una buena lectura nos reconocemos a nosotros mismos: “esta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos”.

Este recorrido me acerca a la siguiente reflexión: tenemos sed y no poseemos el agua que pueda calmarla. Todos nacemos buscando una plenitud en nuestra vida, con un ansia de felicidad que por nosotros mismos no podemos saciar. Pareciera que hubiésemos nacido con un corazón inquieto, siempre insatisfecho, que fuese muchísimo mayor que nosotros mismos y que siempre apuntase a ese horizonte de abundancia. La palabra que mejor puede resumir esta sensación es “desproporción”.

Ahora bien, esta “desproporción” podría ser interpretada como una maldición, sintiéndonos siempre atrapados en la maldición de Sísifo, y condenados, por tanto, a volver a subir nuestra propia piedra siempre que hubiésemos alcanzado una meta de felicidad y plenitud. Sin embargo, aquello que al principio nos suena a maldición es la condición que nos posibilita como humanos, y por ende, como cristianos.

Saber que no estamos solos, y saber que desde la apertura al otro nos podemos realizar y comprender nos habla de “relación”. Estamos hechos de pedacitos de otros, de momentos de historias compartidas, de diálogo y de compromisos.

Saber que no estamos solos nos habla de “confianza”. Ésta es la distancia más corta que hay entre dos personas, de tal modo que podemos convivir en un minúsculo pisito durante mucho tiempo con una persona y estar a la vez más distanciados que si viviésemos en dos continentes diferentes.

Saber que no estamos solos nos habla de gratuidad: lo mejor de nuestras vidas nos ha sido regalado. Incluso el mundo donde vivimos es un regalo siempre por abrir: una actitud ecológica de conexión con la naturaleza, descubriéndola y respetándola nos acerca a nosotros mismos.

Saber que no estamos solos nos habla también de espiritualidad: intuimos dentro de nosotros la huella del creador y lo buscamos; y esta búsqueda continua nos adentra por un camino que nos llevará al encuentro de nuestro mejor “yo”.

Las lecturas de esta semana nos interrogan sobre el matrimonio. Podríamos incluso abrir el tema a nuestro círculo familiar y de amistad. Si aquello que me une a mi marido o mujer, a mi familia o mis amigos, no es una relación basada en la gratuidad, si no hay confianza entre ambos, si en la base de mis emociones no hay admiración y novedad que rompa mi monotonía, ¿se puede llamar matrimonio? ¿Se puede llamar amistad? ¿Se puede llamar familia?

 

GABRIEL CASTILLO.

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