Bogotá, 9 abr.- La VIII Cumbre de las Américas llega a su cita en Lima esta semana al ritmo de un pasito para adelante y dos para atrás que ha marcado la evolución de la integración económica y política continental desde la institucionalización de este foro presidencial en 1994.
La creación de un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), propósito primigenio pactado en 1994 en Miami durante la primera edición de estas cumbres trienales, está más lejos que nunca de convertirse en realidad.
Ese mismo año había entrado en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) entre Estados Unidos, Canadá y México, que era el modelo de expansión regional para el ALCA y que ahora está en proceso de desmantelamiento, al menos en las declaradas intenciones del presidente estadounidense, Donald Trump.
Por ese motivo, en un claro retroceso, la de Lima será la primera Cumbre de las Américas en que México y Canadá, por un lado, y EE.UU., por otro, se presenten en abierta discordia.
Otros proyectos de integración regional, como el Pacto Andino -rebautizado como Comunidad Andina (CAN)-, el Sistema de la Integración Centroamericana (CAN) o el Mercado Común del Sur, sobreviven con vaivenes mientras los presidentes de todos los países del continente se reúnen cada tres años en la llamada Cumbre de Las Américas con mayores ambiciones pero también truncadas.
En el ámbito político, Cuba, el gran ausente de estas reuniones hasta que fue aceptada su presencia en la última, celebrada en Panamá el 2015, también ha sido su constante protagonista.
Quizás por eso en su primera intervención ante una Cumbre de las Américas, el presidente cubano, Raul Castro, comenzó su discurso con esta frase: “ya era hora de que yo hablara aquí a nombre de Cuba”.
Aquella cumbre de Panamá adquirió un carácter histórico precisamente por la asistencia de Cuba y por convertirse en el escenario en el que se fraguó la reanudación de relaciones diplomáticas entre La Habana y Washington.
El alentador encuentro en Panamá con apretón de manos incluido entre Raúl Castro y el entonces presidente de EE.UU., Barack Obama, se ha convertido en una sombría incógnita para la cita en Lima por las manifiestas intenciones de Trump de volver a enfriar las relaciones entre ambos países.
La cumbre de Panamá con el acercamiento entre EE.UU. y Cuba conllevó igualmente una tan promisoria como frustrada flexibilización del régimen en Venezuela y del eje formado en torno suyo y enfrentado a Washignton por los países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA).
El talante de actual presidente de EE.UU. no ha hecho otra cosa que echar más leña al fuego del argumentario y su radical puesta en práctica del presidente venezolano, Nicolás Maduro.
Y todo indica que en la cumbre de Lima Venezuela sucederá a Cuba en su condición histórica de país ausente pero protagonista de todos los debates.
La situación en Venezuela marca actualmente el mayor grado en el dinamómetro de la impotencia continental para tomar y ejecutar decisiones conjuntas.
La figura de Trump también parece haber alimentado esa impotencia, ante la disyuntiva en el continente de la necesidad de mantener buenas relaciones con el poderoso vecino del norte y la imposibilidad de aceptar sus posiciones.
México es el país más afectado al tener que entenderse con un vecino que quiere reforzar un muro en su frontera y pretender que lo pague, además de romper el TLCAN.
Junto a México, los países del llamado Triángulo Norte Centroamericano (Guatemala, El Salvador y Honduras), y también Nicaragua, se han visto afectados por las nuevas y agresivas políticas de EE.UU. contra la inmigración
Si bien en anteriores citas de la Cumbre de las Américas han sido los países o bloques latinoamericanos los que han protagonizado tanto pasos para adelante como para atrás, claramente en el caso de la de Lima es el presidente de Estados Unidos el que a priori ya marca un acentuado ritmo de retroceso en la integración continental.