No pueden negarse las potencialidades de una dinámica cuyos rasgos remiten a las premisas de origen de la democracia: el poder acudir como ciudadanos libres e iguales a un espacio dispuesto para el tráfico de ideas que afectan al colectivo, y asumir el incitante desafío de influir en el semejante, de conquistarlo con razones. Aun así, hay que admitir que el virtuoso paquete a menudo viene maleado por las taras de un desenfrenado banquete: la banalización de la política, la alteración de datos, la ilusión del falso activismo.
El Narcisismo de la opinión o la obsesión del ser para los otros; las cámaras de eco-ideológicas, la proliferación de vicios de la anti-política o la articulación de matrices dañosas forjadas para promover el efecto rebaño o descuartizar reputaciones individuales son algunos de los trastos con los que se forcejea cuando se acude a estos predios. Un país que lidia con la tarasca de la censura, las redes sociales representan, sin duda, un útil aliviadero. El foro virtual presta no sólo terreno para los vitales trámites de la discusión pública y la organización de la rebeldía.
Para trascender la simple información, al permitirnos pasar de agentes pasivos a productores del conocimiento; para arrimar a la idea de la comunidad que camina más allá de la proximidad geográfica, la que se funda en esa noción de afinidad espiritual e intelectual que es tan reconfortante; sino también para ejercitar un músculo esencial de la praxis democrática: el debate como mecanismo de gestión del conflicto, el intercambio dialógico entre ciudadanos. Así que paradójicamente, en medio del tremedal de odios en que hoy nos mete la política venezolana.
Lo cierto es que la coyuntura no tolera tanta división, tanta ofuscación ante esa palabra común que habita en los ciudadanos. Sin argumentación, sin conciencia de que no existen verdades absolutas que puedan disolver las contradicciones ni verdades privadas que puedan imponerse por sobre las colectivas; sin prever las consecuencias que derivan de nuestras posturas, sin el aporte de evidencias, garantías o respaldos, sin datos o referentes para documentarlas; sin la voluntad para sortear la tentación de las falacias, el prejuicio o la petrificación de las ideas.
Giovanni Sartori lanza al respecto una inquietante reflexión: todo el pensamiento liberal-democrático no es visible con los ojos, se trata de una construcción abstracta. Con el nacimiento del homo videns se tambalea todo el sistema.
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